ARTÍCULO DE OPINIÓN: ARQ. CLAUDIO FRAGA, Responsable del Área de Arquitectura de Kraftwelt.
La Casa del Doctor: El eco de los recuerdos que venció al progreso.
El banco ya había elegido su jugada en el gran tablero del TEG: Olavarría, una ciudad próspera dedicada a los negocios agropecuarios. Posicionarse en su lógica económica era el objetivo, una decisión que resonaba en otras tantas ciudades prósperas del interior bonaerense durante un periodo de crecimiento económico.
El primer paso de las empresas bancarias, tras sus evaluaciones económicas, era seleccionar la ciudad para luego encontrar el lugar perfecto donde implantarse. Estas propiedades siempre estaban ubicadas cerca de la plaza, la iglesia y la casa de gobierno, los centros neurálgicos de la vida urbana en las ciudades del interior. En este caso, la propiedad elegida por el banco fue la «Casa del Doctor», como la llamaba la ciudad. Se trataba de una vieja casa deteriorada, gris y casi en ruinas, situada sobre una de las avenidas más transitadas.
Nuestro estudio, especializado en estos desembarcos, fue contratado para proyectar la nueva sucursal. El diseño impondría la imagen institucional del banco, renovando la dinámica del lugar. Sin embargo, para lograrlo, era necesario demoler esa casa abandonada que, inexplicablemente, los habitantes valoraban a pesar de su aparente bajo «valor arquitectónico». Nunca logré entender cómo los municipios miden ese valor.
El doctor no era un prócer, pero su nombre estaba inscrito en el corazón de la ciudad. Había atendido a tres generaciones de olavarrienses, y aunque su casa parecía olvidada, su figura no lo estaba. Recuerdo que al llegar a Olavarría, me paré frente a la casa. Era una mañana soleada, y su doble frente destacaba en la cuadra. Los detalles de su estilo ecléctico, tan típico de las casas del interior de la década del 20, resaltaban. Proporciones equilibradas, carpinterías intactas, herrerías finas y molduras perfectas que revelaban el cuidado que se puso en su construcción.
Crucé la calle para encontrarme con José, el encargado de la demolición, quien me esperaba. Al abrir la imponente puerta de roble, el sonido de las bisagras crujió como trompetas medievales, anunciando nuestra entrada a ese espacio grandioso, aunque oscuro. La energía del lugar era palpable. Aunque el sol aún no había entrado del todo, sentí que algo allí vibraba, algo que no se podía ignorar.
José, en silencio, comenzó a abrir ventanas, como si quisiera disipar la penumbra y dejar que el sol iluminara todo lo que aún permanecía oculto. Mientras lo seguía, noté que se detenía en lugares insólitos. No era lo que esperaría de un demoledor. No reparaba en las puertas, ventanas o mármoles que se podrían recuperar y vender. En cambio, observaba pequeños detalles, como garabatos en una pared, que acariciaba más que revisaba.
Siempre que he relevado edificios a demoler, he sentido algo extraño. Creo que los espacios condensan energía con el paso del tiempo, y en este caso, su potencia era abrumadora. José se movía con rapidez, casi como si quisiera liberar la casa de cualquier presencia fantasmal. No soporté más el silencio y le hice la pregunta de rigor: «José, ¿cuánto tiempo crees que te llevará demolerla?».
Esa pregunta lo sacó de su trance. Dejó de tocar el picaporte de bronce y me miró. Lo que vino después fue un relato conmovedor. José me contó sobre su amor por una de las hijas del doctor, un amor que no pudo ser porque ella falleció muy joven, durante una epidemia que azotó la ciudad. El doctor, que había salvado a tantas personas, no pudo salvar a su propia hija. Y así entendí lo que esa casa significaba para él, y por qué se detenía en esos detalles: estaba recorriendo los recuerdos de su vida.
Después de esa visita, volví al estudio y trabajamos en dos propuestas: la que el banco esperaba y otra que respetaba la historia y la energía de la «Casa del Doctor». Para mi sorpresa, después de varias reuniones, el banco aceptó la segunda opción. Decidieron preservar la casa, en gran parte gracias a José y su historia.
José perdió el trabajo para el que lo habían contratado, pero ganó algo mucho más valioso: la casa de su amor seguiría en pie. Recuerdo haberle dado la noticia. Hoy, cuando pienso en él, imagino que sigue caminando por la vereda de la casa del Doctor. Quizás, incluso, tiene una cuenta en ese banco. Y tal vez, con cada paso frente a esa fachada, su imaginación lo lleva de vuelta a esos espacios que ahora han sido recuperados, donde, al acariciar una pared, me contó la historia de su vida.
Conclusión
Este proyecto reflejó una tendencia común: demoler sin detenerse a reconocer el valor histórico de las construcciones que forman parte de la identidad de una comunidad. Muchas veces, la urgencia por el progreso lleva a ignorar la memoria colectiva que habita en esos espacios, historias que se entrelazan con las vidas de quienes han crecido, vivido y amado en esas casas. Sin embargo, como arquitectos, tenemos la responsabilidad de hacer más que diseñar y ejecutar; debemos interpretar esas memorias y alinearlas con las necesidades del cliente.
En este caso, al transmitirle al banco la relevancia emocional y cultural de la «Casa del Doctor», logramos no solo conservar un espacio físico, sino también preservar un fragmento esencial del pasado de Olavarría. Así, el proyecto no solo cumplió con los objetivos comerciales, sino que ofreció una nueva manera de ver lo que realmente se necesita: una arquitectura que equilibra el progreso con el respeto por el legado que, a veces, sobrevive oculto entre las paredes más deterioradas.
Arq. Claudio Fraga